jueves, 5 de noviembre de 2009

Sueños de un Poeta




Muchas personas pasaban frente a él pero ninguna era a quien esperaba. Se diría que no esperaba a nadie, que sólo estaba ahí para despejar alguna angustia, alguna ansiedad que lo perturbaba. Sin embargo, mientras el viento arreciaba con más violencia los alrededores, al fondo del camino apareció una silueta. No podría decirse que fuera mujer quien, a paso lento, se aproximaba. Sin embargo, al sentarse, observó su rostro. Lo contempló largo rato, y luego, tal como había llegado, desapareció sin decir si quiera su nombre.
Su mirada permaneció distante: observaba ya para él parajes inhóspitos, senderos como aquel donde la vio partir, donde la suerte de encontrarla se había convertido en la misma de perderla.
¿A qué se debía su silencio?
Reflexionó largo rato vuelta a su apartamento y cansado de cavilar se durmió agotado de no hallarla en ningún paraje de su existencia. No era en su niñez, pues en ésta, a diferencia de muchos, fue aburrida y extremadamente sola, tan sola que de aquellos años aún guardaba un vago recuerdo de olores a naftalina y libros viejos. De la adolescencia tampoco eran los ojos; la tensión de la mirada se había anidado como una flecha en su fuero interno: aquello era insoportable.
Bien fuere por el particular malestar prolongado hasta entonces, o por la insistencia de encontrarle nombre a aquella mujer que él dedicó el resto de la noche en escribir una carta dirigida a si mismo, explicando el encuentro con precisión, describiendo el lugar, las características físicas y la expresión de los ojos, pues esto, particularmente, había de llamarle la atención mucho antes de que ella se sentara.
Acabó tres horas más tarde y releyó las seis cuartillas parando en cada una para alcanzar la taza con café. El gato apareció de pronto, se posó en sus piernas y ahí permaneció hasta que él dejara de nuevo las hojas junto a la máquina en el escritorio. El reloj marcó las dos, sus ojos parpadeaban de cansancio, el gato huyo corriendo.
Bajo el marco, a contraluz y frente a el; una mujer vestida de rojo.
El sorprendido solo le pregunto;
− ¿Por qué ha venido?
− Quería mi nombre…
−...
− ¿o me equivoco?
− En lo absoluto.
− ¿Servirá de algo saberlo?
− No.
− Entonces…
− Entonces usted me dice su nombre y yo duermo tranquilo.
− ¿No has podido dormir por un nombre?
− No se trata sólo del nombre sino de sus ojos.
− ¿Mis ojos? ¿Qué tienen que no tengan otros?
− He anclado en ellos como un náufrago.
− ¡Qué bellas palabras! ¿Es usted poeta?
− Por desgracia, sí.

Al cerrarse la puerta él se hundió en el sueño.

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